jueves, 13 de abril de 2017

Misa Crismal 2017 - Cardenal Poli

Misa Crismal

Homilía del cardenal Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires, durante la Misa Crismal precedida por la adoración al Santísimo Sacramento (Catedral de Buenos Aires, 13 de abril de 2017)

Textos bíblicos: Isaías 61, 1-3a.6ª.8b-9: S.R. 88, 21-22.25.27; Apocalipsis 1,4b-8; Lucas 4,16-21.

Queridos hermanos sacerdotes:

Celebro que esta Misa Crismal, en la que renovaremos nuestras promesas sacerdotales, esta vez, nos haya encontrado juntos orando, adorando al Señor, el dueño de esta viña de Buenos Aires. Seguramente recordamos que Él nos ha elegido primero y por eso, en silencio, nuestra oración comenzó siendo una acción de gracias, porque reconocemos que su mano nos sostuvo con su perdón y su gracia hasta el día de hoy, pero también sabemos que depende de su generosa providencia que no falten nuevos obreros para continuar la obra que nos ha confiado, y entonces, nuestra plegaria se ha transformado en una humilde petición. Rezamos confiados en sus promesas que no abandonan ni defraudan, aunque no desconocemos que seguirá llamando a su tiempo y modo. En lo que nos toca, que no falte en nuestro ministerio la alegría del Resucitado, como testigos de una unción que nos sobra por todos lados , pero que, con su gracia hoy renovamos para ser fieles y generosos en la entrega, de tal manera que los jóvenes que nos rodean, se contagien y se sientan invitados a seguirlo a Él.

Isaías anuncia que de parte de Dios ha recibido un mensaje de consolación. Y en el contexto de la profecía –la que Jesús hace suya en la sinagoga de Nazaret–, Dios asegura que Israel será convertido en un pueblo de sacerdotes y lleno de gloria: «Ustedes serán llamados “Sacerdotes del Señor”, se les dirá “Ministros de nuestro Dios”. Les retribuiré con fidelidad y estableceré a favor de ellos una alianza eterna» (Is 61,8b). Conforme se fue plasmando la promesa divina sobre su pueblo peregrino en el desierto, el sacerdocio de Aarón se transmitió en plenitud a sus hijos «para que hubiera un número suficiente de sacerdotes encargados de ofrecer sacrificios y celebrar el culto divino»(1). Del mismo modo, Dios dio «a los Apóstoles de su Hijo colaboradores de segundo orden, para predicar la fe, y con su ayuda anunciaron el Evangelio por todo el mundo»(2). Pienso que en cada Jueves sacerdotal se actualiza esta profecía, y de un modo especial, en este día en que celebramos su institución, nos dejamos atraer por la verdad y belleza del don que recibimos de su mano.

Entre la profecía y la historia, el libro del Apocalipsis nos ilumina sobre un rasgo esencial de nuestro ministerio: «El Testigo fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, y nos hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (cfr. Ap. 1,5-6)(3). Esto significa que el sacerdocio que brota del costado del crucificado, reconoce que Él es nuestro único Rey, y nosotros somos su reino, ya: «hechos reino»; y lo que fue centro de la predicación y enseñanza de Jesús, ahora es nuestra principal misión: anunciar a todos los hombres que su reino de amor y justicia está presente entre nosotros, todavía en cierne, hasta que Cristo sea todo en todos. Mientras tanto, nuestro sacerdocio debe mediar entre el proyecto providente de Dios, que quiere que todos los hombres se salven –lex suprema-, y los poderes de este mundo que cierran las puertas a sus pequeños. Él nos regaló un sacerdocio de mediación, acaso para alabarlo y entregar generosamente los dones que hemos recibido, «como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1P, 4,10), a su pueblo.

El Evangelio proclamado nos dice que Jesús, fortalecido «con el poder del Espíritu» (Lc 4, 14) regresó del desierto a su pueblo, y en la pequeña sinagoga de Nazaret anuncia que la promesa de Isaías de «un año de gracia del Señor», se ha cumplido. El Siervo de Dios se presenta como quien viene a dar cumplimiento a la profecía, reivindicando los derechos del pobre, la viuda y el huérfano, pero sobre todo, viene a restituir la justicia, los derechos de Dios. Al concluir afirmó «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Fueron palabras proféticas, con resonancias que recorrían las escrituras y que no dejaron indiferentes a sus paisanos, quienes furiosos lo expulsaron de la ciudad: «… lo empujaron hasta un barranco, con intención de despeñarlo» (cfr. Lc 4,29). San Lucas ha puesto este pasaje, no sólo como un programa de la misión de Jesús, sino que lo ha compuesto como el inicio de un camino que concluye en la cruz(4). Los sacerdotes nos identificamos con Él cuando aceptamos sin más su invitación: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga» (Lc 9,23).

Hoy iluminan nuestro presbiterio estos amigos de Dios y nuestros, Nuestra Sra. De Luján; la Beata María Antonia de San José y San José Gabriel del Rosario.

La Beata, llamada cariñosamente Mama Antula por los más humildes, vivió apasionadamente el sacerdocio bautismal y asumió con audacia de mujer fuerte el carisma de organizar los Ejercicios Espirituales en los principales pueblos del Virreinato. El señor Cura Brochero, como respetuosamente lo llamaban sus feligreses, fue párroco por décadas de una humilde y postergada zona rural de Traslasierra, en Córdoba. Entre los pobres habitantes de ese postergado paraje, se entregó con alegría y entusiasmo al ministerio ordenado que lo recibió como don. Con infatigable caridad pastoral supo atender las necesidades espirituales y materiales con sus paisanos, logrando una original síntesis entre evangelización y promoción humana. Fue un sacerdote esclarecido por su celo misionero, su predicación evangélica y su vida pobre y entregada hasta el final de sus días.

Estos dos servidores fueron «ungidos con óleo de alegría» (Salmo 88,21). En contextos diferentes y con un siglo de por medio, desparramaron el buen olor de Cristo entre los pobres y los presos, organizaron su apostolado confiando en los frutos que daban los Ejercicios Espirituales para multitudes de hombres y mujeres, y coincidieron en poner sus numerosas obras de misericordia materiales y espirituales al amparo de la providencia divina, que siempre los asistió sobradamente.

Las cartas de la Beata de los Ejercicios son un reflejo de su alma pobre y penitente: «¿Cómo está pasando esto? [-explicaba así su peregrinación-]. ¡Miserable que soy! Yo no lo sé. No obstante, la cosaes así. Además, si usted quiere que yo lo instruya acerca de los cuidados tan amorosos de la Providencia sobre mí –indigna que soy-, sepa que en mis penosos viajes, en Países tan malos, en los desiertos, obligada a pasar ríos, torrentes, he caminado siempre a pies desnudos, sin que nada lamentable me ocurriese…»(5).

Cuando llega a Buenos Aires fue probada: «Hoy me encuentro en esta ciudad buscando la propagación de los Ejercicios Espirituales, y aunque hace once meses que estoy demorada a causa de no tener los permisos del obispo actual (sólo he recibido promesas incumplidas), con todo mi fe no varía y se sostiene en quien la da»(6). Y aconseja una confianza sin reparos en la providencia: «Dios lo hará todo. Su diestra es omnipotente, y en tanto participaremos de su fuerza en cuanto confiemos menos de los auxilios humanos. Cualquiera que solo ponga la mira en estos socorros caducos suministrados regularmente por mano de hombres perderá todas sus empresas, confundirá su fe, se perderá enteramente, y «será maldito el hombre que confía únicamente en otro hombre» (Jr. 17,5)(7).

El joven párroco Brochero supo abajarse para enseñar la comunión eucarística a sus feligreses, y lo hizo a su manera: «Este milagro fue instituir el sacramento de la Eucaristía. Porque la Hostia consagrada es un milagro de amor, es un prodigio de amor, es una maravilla de amor, es un complemento de amor, y es la prueba acabada de su amor infinito hacia mí, hacia Ustedes, hacia el hombre… He ahí la prueba infinita del infinito amor hacia el hombre. Darse a sí mismo!, identificarse con el hombre!, hacerse una sola cosa con el hombre!, unirse para siempre con el hombre, como se unen dos trozos de cera cuando ambos se derriten al fuego, o como se identifican y confunden dos pedazos de metal cuando se funden en el horno. Así dicen los Santos padres, cuando quieren explicar la unión íntima que hay entre Jesucristo y el que recibe dignamente la Hostia consagrada».(8)

En su última carta conocida, el Patrono del Clero Argentino nos decía: «… yo me he considerado siempre muy rico, porque la riqueza de una persona no consiste en la multitud de miles de pesos que posee, sino en la falta de necesidades, y que yo tengo muy pocas, y éstas me las satisface Dios por sí mismo, y las otras por medio de otras personas, como son las relativas a la vista, las relativas a vestirme, prenderme…»(9).

Los dos fueron misioneros y peregrinos, entusiastas catequistas de niños, jóvenes y adultos, conocían los beneficios espirituales de los santos ejercicios y no descansaron hasta levantar generosas Casas(10) para albergar a centenares de hombres y mujeres de las más diversas clases sociales, donde, e n un clima de silencio, oración y penitencia, todos pudiesen reencontrarse con la gracia de la conversión y renovar su condición de bautizados.

Estos dos pequeños del Evangelio en nuestra patria y en nuestra ciudad, nos dejaron una imagen de una Iglesia servidora, inspirados en la enseñanza del Maestro: «Yo estoy entre ustedes como el que sirve» (Lc 22,27). Con el entusiasmo que nos contagian estos peregrinos de la fe, he decidido convocar a un Sínodo arquidiocesano, para hacer «juntos el camino» por los senderos de nuestra historia pasada y presente, con el deseo de prepararnos mejor para evangelizar la población de esta bendita ciudad que nos ha tocado en suerte. El Papa Francisco, precisamente, nos invita a considerar el lugar de nuestro ministerio jerárquico en el clima que conviene a la sinodalidad, y es por eso que nos dice que «en la Iglesia es necesario que alguno ‘se abaje’ para ponerse al servicio de los hermanos a lo largo del camino. Jesús ha constituido la Iglesia poniendo en su cumbre al Colegio apostólico, en el que el apóstol Pedro es la “roca” (cf. Mt. 16,18), aquel que debe “confirmar” a los hermanos en la fe (cf. Lc. 22,32). Pero en esta Iglesia, como en una pirámide invertida, la cima se encuentra por debajo de la base. Por eso, quienes ejercen la autoridad se llaman “ministros”; porque, según el significado originario de la palabra, son los más pequeños de todos».(11)

La Virgen de Luján, Servidora del Señor, sabe de peregrinaciones y sacrificios; a Ella nos encomendamos para que nuestro ministerio se apasione por la evangelización, y le pedimos que nos acompañe en el camino que hemos emprendido.

Card. Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires

Notas
(1) Ritual de la Ordenación de varios Presbíteros: Oración Consecratoria
(2) Ibídem
(3) Ugo Vanni, Por los senderos del Apocalipsis. Buenos Aires, Ed. San Pablo, 2010, 50-53.
(4) Cfr. Benedicto XVI: Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Buenos Aires, Planeta-Ed. Encuentro, 2011, 149-150.
(5) Carta al Padre Gaspar Juárez, Córdoba de Tucumán, 6 de enero de 1778
(6) Carta al Padre Gaspar Juárez, 7 de agosto de 1780.
(7) Carta al Padre Gaspar Juárez, Buenos Aires, 9 de octubre de 1780.
(8) AZNAR, A.: El Cura Brochero y la Eucaristía, Córdoba, Ed. Fenix, 1960, 14.
(9) Carta del Santo Cura Brochero a Nicolás Castellano, 2 de noviembre de 1913.
(10) A la Beata María Antonia de San José se le debe la Santa Casa de Ejercicios en la ciudad de Buenos Aires y al Santo Cura Brochero, la Casa de Ejercicios Espirituales en la Villa cordobesa que lleva su nombre.
(11) Discurso de S.S. Francisco, en el 50° Aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos, el 17 de octubre de 2015.

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