viernes, 22 de abril de 2011

Cardenal Bergoglio en la Misa Crismal

Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal

Cada Jueves Santo, en la Misa Crismal, regresamos al eterno presente de esta escena, en la que Lucas resume simbólicamente todo el ministerio de nuestro Señor. Como en torno a una fuente nos reunimos para escuchar al Señor que nos dice: Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy.

El Señor hace suyo el texto de Isaías para iluminarnos acerca de su persona y su misión. Tiene la humildad de no utilizar palabras propias; simplemente asume lo que profetiza este hermosísimo texto que es continuación del libro de la Consolación.

Nosotros como sacerdotes participamos de la misma misión que el Padre encomendó a su Hijo y por eso, en cada misa Crismal, venimos a renovar la misión, a reavivar en nuestros corazones la gracia del Espíritu de Santidad que nuestra Madre la Iglesia nos comunicó por la imposición de las manos. Es el mismo Espíritu que se posaba sobre Jesús, el Sumo Sacerdote e Hijo amado, y que hoy se posa sobre todos los sacerdotes del mundo y nos envía y misiona en medio del pueblo fiel de Dios.

En el Nombre de Jesús somos enviados a predicar la Verdad, a hacer el Bien a todos y a alegrar la vida de nuestro pueblo. La misión se desplega simultáneamente en estos tres ámbitos. En los dos primeros es claro: todo anuncio del Evangelio se traduce siempre en algún gesto concreto de enseñanza, de misericordia y de justicia. Y esto no sólo como una acción imperativa que vendría después de la reflexión. En la matriz misma de la verdad evangélica lo que ilumina es el amor, y la verdad que brilla más en las parábolas del Señor es la verdad de la misericordia de un Padre que espera a su hijo pródigo, es la verdad que impulsa a salir de sí al corazón compasivo de un Buen Pastor, la verdad que hace el bien. El tercer ámbito, el de la alegría, el de la Gloria que es la belleza de Dios, merece que le dediquemos un momento de reflexión para “sentir y gustar” la Belleza de la misión. Lucas resume la belleza de la misión del Siervo con la imagen de poder vivir un “año de gracia”. Imaginemos un momento lo que significaría para un pueblo, conmocionado incesantemente por la violencia y la inequidad, poder vivir un año tranquilo, un año de celebración y de armonía. El profeta Isaías desarrolla la belleza de la misión con tres imágenes hermosas que giran en torno a la palabra “consolar”. Somos enviados a “consolar a los afligidos, a los afligidos de nuestro pueblo”. Y la consolación consiste en cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza. El profeta habla de “gloria” en vez de “cenizas”, de “óleo de júbilo” y de “palio de alegría” en vez de “espíritu de acedia” o espíritu sombrío (cfr. Is. 61: 1-3).

La alegría y la consolación son el fruto (y por lo tanto el signo evangélico) de que la verdad y la caridad no son verso sino que están presentes y operativas en nuestro corazón de pastores y en el corazón del pueblo al que somos enviados. Cuando hay alegría en el corazón del Pastor es señal de que sus movimientos provienen del Espíritu. Cuando hay alegría en el pueblo es señal de que lo que le llegó –como Don y como Anuncio- fue del Espíritu. Porque el Espíritu que nos envía es Espíritu de consolación, no de acedia.

Sintamos y gustemos un instante estas imágenes de Isaías. Imaginemos a la gente como en los días de fiesta, bien vestida con su mejor ropa, con los ojos contagiados del brillo de las flores con que adorna la imagen de nuestra Señora y de los Santos, cantando y bendiciendo con unción y júbilo interior. ¡Qué bien pintan estas escenas el Espíritu con que Jesús da señales de que habita en medio de su pueblo! No son meramente decorativas. Hacen a la esencia de la misión, a la “dulce y confortadora alegría de evangelizar” que mencionaba Pablo VI, para que “el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos (el espíritu de la acedia), sino a través de ministros del Evangelio cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (Aparecida 552).

No basta con que nuestra verdad sea ortodoxa y nuestra acción pastoral eficaz. Sin la alegría de la belleza, la verdad se vuelve fría y hasta despiadada y soberbia, como vemos que sucede en el discurso de muchos fundamentalistas amargados. Pareciera que mastican cenizas en vez de saborear la dulzura gloriosa de la Verdad de Cristo, que ilumina con luz mansa toda la realidad, asumiéndola tal como es cada día.

Sin la alegría de la belleza, el trabajo por el bien se convierte en eficientismo sombrío, como vemos que sucede en la acción de muchos activistas desbordados. Pareciera que andan revistiendo de luto estadístico la realidad en vez de ungirla con el óleo interior del júbilo que transforma los corazones, uno a uno, desde adentro.

El espíritu amargado y ensombrecido por la acedia, resume la actitud opuesta al Espíritu de la consolación del Señor. El mal espíritu de la acedia avinagra con el mismo vinagre tanto a los embalsamadores del pasado como a los virtualistas del futuro. Es una y la misma acedia, y se discierne porque trata de robarnos la alegría del presente: la alegría pobre del que se deja contener por lo que el Señor le da cada día, la alegría fraterna del que goza compartiendo lo que tiene, la alegría paciente del servicio sencillo y oculto, la alegría esperanzada del que se deja conducir por el Señor en la Iglesia de hoy. Cuando Jesús afirma “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oir” está invitando a la alegría y a la consolación del hoy de Dios. Y fíjense que de hecho es lo primero que acontece como gracia en el corazón de los presentes quienes, como dice Lucas, daban testimonio y estaban admirados de las palabras de gracia que salían de su boca. Pero la consolación no es una emoción pasajera sino una opción de vida. Y los paisanos de Jesús optaron por la acedia: “Habla bien pero por qué no hace aquí entre nosotros lo que dicen que hizo en Cafarnaúm”. Y vemos la misión universal del Siervo rebajada a una interna entre Nazareth y Cafarnaúm. Las internas eclesiales son hijas de la tristeza y siempre generan tristeza.

Cuando digo que la consolación es una opción de vida hay que entender bien que es una opción de pobres y de pequeños, no de vanidosos ni de agrandados. Opción del pastor que se confía en el Señor y sale a anunciar el evangelio sin bastones ni sandalias de más y que sigue a la paz –esa forma estable y constante de la alegría- dondequiera que el Señor la haga descender.

Este Espíritu de consolación no sólo está en el “antes de salir a misionar”. También nos espera, con su alegría abundante, en medio de la misión, en el corazón del pueblo de Dios. Y si sabemos mirar bien, en el ámbito de la alegría, es más lo que tenemos para recibir que lo que tenemos para dar. Y cuánto alegra a nuestro pueblo fiel poder alegrar a sus pastores. Cómo se alegra nuestra gente cuando nos alegramos con ella, y esto simplemente porque necesita pastores consolados y que se dejan consolar para que conduzcan no en la queja ni en la ansiedad sino en la alabanza y la serenidad; no en la crispación sino en la paciencia que da la unción del Espíritu.

La Virgen, quien recibe en abundancia las consolaciones de nuestra gente –que como Isabel, constantemente le está diciendo “¡feliz de Ti que has creído”, y “bendita entre las mujeres” “bendito el fruto de tu vientre, Jesús!”- nos haga participar de este Espíritu de Consolación para que nuestro Anuncio de la Verdad sea alegre y nuestras obras de Misericordia estén ungidas con óleo de júbilo.

Buenos Aires, 21 de abril 2011

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